La hormiga avanzaba decidida y trepaba, ligera, por la pierna derecha de Ahmed.
Ahmed tiene todos sus sentidos concentrados en la marcha de la expedicionaria que ya ha dejado atrás la rodilla del muchacho y se aventura por la llanura de su pantorrilla.
De pronto, observa atento el muchacho, la hormiga se detiene, duda, da unos pasos en zigzag y vuelve a detenerse.
Hipnotizado, interpone su dedo índice en el camino de la hormiga y, esta, ante el obstáculo imprevisto, retrocede unos pasos pero en seguida parece cambiar de opinión, y después de escrutar el camino con las ondas que emiten sus vibrantes antenas, reanuda su camino y se encarama en la yema del dedo de Ahmed qué percibe el suave y casi imperceptible roce de las patas de la hormiga desplazarse sobre su piel.
Ahmed eleva poco a poco su mano hasta situar el dedo en posición vertical y observa, extasiado, qué una vez más, la hormiga vuelve a dudar. Ahora no siente el suave roce de las patas del insecto y, en su lugar, son las minúsculas antenas de la hormiga las que vibran en su piel.
Repentinamente, la hormiga gira en redondo, se revuelve y comienza a descender. Ahmed cierra los ojos y vuelve a sentir el suave roce de las patas del insecto descender por la yema de su dedo, camino de la palma de su mano, pero al llegar al lugar donde la palma de la mano se junta con el dedo, frena bruscamente, se da media vuelta y asciende en una loca carrera hacia la cúspide de su dedo.
Ahora la hormiga se ha vuelto a detener, y colgada sobre el abismo que se abre bajo sus patas, inicia un extraño baile sin moverse del sitio dando varias vueltas sobre sí misma, como si se sintiera indecisa y temerosa de reanudar otra vez su periplo expedicionario.
El muchacho abre los ojos, parpadea y no le quita el ojo a la hormiga que, inmóvil, parece entretenerse restregando sus juguetonas antenas contra la piel de su dedo.
El sol declina por el oeste del poblado, sembrando de sombras oscilantes los terraplenes arenosos que lo rodean, y proyectando sobre sus humildes casitas, un halo de luz mortecina envuelta en ráfagas doradas, mientras el tañido acompasado de un rebaño de cabras de un corral cercano, rompen el transparente silencio del atardecer.
La magia del momento desaparece y Ahmed se desentiende de las andanzas de su inseparable amiga, aunque su minúscula figura permanece anclada en su memoria mientras contempla el atardecer que avanza ya una tonalidad más oscura.
Sola y alejada del hormiguero —reflexiona el muchacho— probablemente se habría extraviado y, desnortada, intentaba encontrar su destino recorriendo, perdida, el dedo de su mano.
Al fin y al cabo, —concluyó— solo Dios podía conocer con certeza cuales eran las auténticas intenciones del insecto.
Y si quieres que te diga la verdad, esta última reflexión no pareció convencerlo del todo, y a la vez que las primeras sombras de la noche comenzaban a invadir el poblado, un impulso íntimo y urgente le alcanzó, y sus dudas se diluyeron en un halo de tumultos.
Se vio a sí mismo perdido, temeroso, abandonado a su suerte y falto de identidad.
Como la hormiga.
Él también era una insignificante hormiga que desorientada y confundida, se disponía a iniciar un difuso camino flanqueado por las sombras del temor y las luces de la esperanza.
Pasaba las noches sin dormir. El día antes de la partida, su zozobra y su ansiedad iniciaron por su cuenta el camino que él, personalmente, aún no había comenzado a recorrer.
Dos días antes de la anécdota de la hormiga, Abdel, padre de Ahmed y los padres de sus amigos, Amin y Samir, se reunieron los tres en torno a unas tazas de té para decidir cuál de los tres muchachos, Ahmed, Amin o Samir, debía de ser el primero en abordar el salto que, con destino a las islas Canarias, organizaban unas personas desconocidas conduciendo un Land Rover. Se habían presentado de improviso en el poblado, y después de repartir chocolatinas al tropel de niños que alborozados y excitados les perseguían, anunciaron, megáfono en mano, que habían sido enviados por Dios todopoderoso para brindar a los piadosos muchachos de Al Badú — así se llamaba el poblado—, el futuro de gracia y abundancia que el profeta, en su infinita misericordia, les tenía reservado para ellos en Europa.
En la reunión que celebraban los tres patriarcas aún no se había tomado una decisión y la discusión se alargaba, hasta que el padre de Samir se hizo con la palabra y afirmó que desconfiaba de los enviados que Alá había enviado al poblado.
Ojo, les explicó, Él solía viajar con su mula y su rebaño de cabras por toda la comarca y, en las ferias de ganado, había escuchado algunas historias que no se correspondían con lo que los ocupantes del Land Rover les habían asegurado.
En Europa, —según había escuchado el padre de Samir—, no era fácil encontrar un puesto de trabajo, y lo más inquietante era —les anunció bajando la voz para que las mujeres que estaban en el cuarto de al lado no pudieran escucharlo—que los barcos que debían de transportar a los muchachos, eran en realidad unos cascarones de madera que a menudo se hundían en las profundidades de los mares, dejando tras de sí un reguero de jóvenes ahogados de los que nadie volvía a tener noticia alguna. Nunca jamás.
A pesar de todo ello—continuó diciendo el padre de Samir— debemos de seguir con el plan que hemos trazado. Uno de los tres muchachos debe ser el primero en intentarlo, para eso las tres familias nos hemos sacrificado hasta conseguir ahorrar, entre todos, y durante los dos últimos años, los 3000 dólares que los traficantes exigen por cada uno de los muchachos —continuó diciendo el padre de Samir—Uno de nuestros hijos tiene que intentarlo y, si Dios quiere, llegará vivo a Europa, encontrará trabajo y buscará la manera de llevarse con él al resto de nuestros hijos, una vez que dispongamos de los 6000 dólares que ahora no tenemos. Si Dios lo quiere —concluyó con gesto grave, acariciando el Sibha que sujetaba entre sus dedos.
La discusión continuó durante toda la tarde hasta que alcanzaron el acuerdo de enviar, en este primer viaje, a Ahmed, el hijo de Abdel, que era el único de los tres que hablaba algo de español.
Cuando llegó el día señalado y el Land Rover vino a recogerlo, todo el pueblo se reunió para despedir al muchacho.
Primero, los traficantes se internaron en el interior de la casa de Abdel y procedieron a contar minuciosamente los 3000 dólares, que la madre del muchacho había envuelto con esmero en un inmaculado paño de tela.
Los tres patriarcas se postraron de rodillas frente a los traficantes y, con voz temblorosa, les suplicaron que cuidaran del muchacho; era piadoso y muy trabajador. —Les aclararon.
Es difícil expresar con palabras el horror que supuso la travesía marítima hasta las Islas Canarias.
El supuesto barco era un cayuco de madera de apenas 10 metros de eslora y 2 de manga que disponía, apenas, de un metro de francobordo que se vio reducido a menos de la mitad, después que hubieran embarcado los 30 jóvenes que los traficantes habían reclutado por toda la comarca.
Cuando Ahmed y sus acompañantes llevaban dos días de travesía, los vientos alisios que, hasta entonces, habían soplado con moderación, arreciaron con fuerza hasta sobrepasar los 25 nudos de intensidad.
El mar del Nordeste se encrespó y armó olas que superaban los 4 metros de altura.
El envite del mar alcanzaba con estrépito el costado de estribor de la frágil embarcación, haciéndola pantoquear violentamente y amenazando con arrojar por la borda a los maltrechos ocupantes que, para evitarlo, se aferraban con desesperación unos a otros, mientras no cesaban de achicar la espumosa agua que se acumulaba en la sentina del cayuco, tratando de evitar que la raquítica embarcación acabase en el fondo del océano.
Con el paso de las horas, las fuerzas les fueron, poco a poco, abandonando.
Mareados, exhaustos, deshidratados y con principios de hipotermia, se fueron abandonando y sumiendo en un letargo fatal que dio paso a la somnolencia final que precede al momento de la muerte.
Ahmed, yacía tumbado y semiinconsciente sobre la crujía de la embarcación; su mente mortecina conducía un rebaño de cabras por una seca y áspera vereda a las afueras del poblado y un aire seco, ligero y transparente, le acariciaba la cara a la vez que las minúsculas patas de una hormiga, perdida y solitaria, vibraban en la yema de su dedo.
Un avión de patrulla P-3 Orión, de la armada española, despegó de la base de Gando, en la isla de Gran Canaria con la misión de rastrear una cuadrícula oceánica de 2.000 millas cuadradas, en busca de traficantes de droga y de barcos de emigrantes ilegales en apuros.
A bordo del avión, sus 7 tripulantes permanecían atentos a las pantallas de sus ordenadores, a la espera que alguno de los sensores embarcados recogiera cualquier signo de actividad sobre la superficie del mar.
No había transcurrido mucho tiempo cuando, un sonido, bip, bip.. bip,. correspondiente a un radar de apertura sintética, alcanzó los auriculares del operador y un punto en la pantalla indicó la presencia de una pequeña embarcación, en el rumbo 112 y a una distancia de 12 millas náuticas.
El P-3 Orión inició la maniobra de descenso y aproximación, puso rumbo hacia el objetivo y cuando lo sobrevoló, a una altura de 600 pies, la tripulación reconoció a un cayuco cargado de personas que amenazaba con irse a pique de un momento a otro.
El avión transmitió las coordenadas del objetivo al servicio de salvamento marítimo y, 6 horas más tarde, la patrullera de altura ES-634 llegó a las proximidades del cayuco que, milagrosamente, había conseguido mantenerse a flote.
La patrullera, después de realizar la complicada maniobra de abarloamiento, procedió al rescate de los ocupantes del cayuco que se encontraban en un estado de salud lamentable y muy precario, pero, afortunadamente, ninguno de ellos había muerto.
Ahmed, una vez izado a bordo de la patrullera, fué sometido a un protocolo de hidratación y a las maniobras necesarias para contrarrestar los síntomas de hipotermia avanzada que presentaba.
Cuando horas después, parcialmente recuperado, constató que sus piernas eran capaces de mantenerlo en pie, a pesar de percibir, con extraña nitidez, la desconcertante sensación que experimentan las hormigas perdidas.
Ya han transcurrido más de cinco años desde que Ahmed realizó su traumática travesía en la patera. Actualmente, vive en Torrejón de Ardoz (Madrid), junto a su mujer, Hana, y su hija de 8 meses.
Profesionalmente se especializó en sistemas de accionamiento hidráulicos y ahora trabaja en una empresa que fabrica máquinas excavadoras en Alcalá de Henares.
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Todo un luchador; quizá era una hormiga soldado.
Si. Al menos este se salvó, cosa que, desgraciadamente, no ocurre siempre.