Era el artista del momento.
Era la más genuina y verificable representación del éxito.
Nadie como él conseguía movilizar y enardecer a sus fans y seguidores.
Las entradas para sus conciertos se agotaban apenas media hora después de haberlas puesto a la venta.
Desde el escenario contemplaba el mundo en toda su extensión: un planeta entero encerrado dentro de las paredes de aquel estadio. Fuera del estadio el mundo no existía y, de existir, sería un mero desecho poblado exclusivamente por todos los zombis que no habían acudido a rendirle pleitesía.
Les perdonaba; eran incapaces de apreciar el talento, el sentido de lo sublime y lo que suponía mantener una estrecha relación con un líder natural y un conductor de masas, como él se consideraba a sí mismo.
¡Que pena! ¿Cómo era posible que en el exterior del estadio existiese un mundo tan gris y tan vulgar? —se preguntaba desde el escenario sin encontrar una respuesta convincente a sus dudas.
Dentro, lo que veía desde su puesto de mando era una enorme extensión de terreno abarrotado de personas qué desbordaban alegría, entusiasmo y comunión.¡ Ah!, y lo más importante: todos ellos hacían confluir sus miradas en el mismo lugar. Él era el kilómetro cero, el Dios en la tierra, el creador de la alegría, el único…y de ningún modo era un ser contingente. Definitivamente, él era indispensable y necesario y de ningún modo podía no haber existido.
Después de la actuación, y ya fuera del estadio, cuando se dirigía con su grupo de aduladores profesionales a tomar unas copas, le causó asombro, otra vez, ver el lento discurrir de los coches que circulaban apelotonados y al albur, acompañados por hordas de zombis que caminaban desnortados hacia ningún lugar.
—Bueno. ¿Qué tal ha ido todo? —preguntó a su corte de aduladores, apoltronado en su sillón favorito, preparándose para paladear con fruición la cascada de exclamaciones que se le venían encima.
¡Genial! ¡sin palabras! ¡quedará para la historia!……
—Creo que estuviste muy bien, —se atrevió a decir uno— pero la calidad del sonido ha sido algo deficiente.
Se estableció un incómodo silencio y al cabo de un momento, el colectivo, a la par y sincronizado, sentenció.
—Es evidente, Juan, que tú no has asistido al mismo concierto al que hemos asistido nosotros.
Y así continuó esta historia durante los siguientes años, durante los cuales se fué extremando su narcisismo destructivo, invirtiéndose más y más el sentido de la realidad que percibía, viviendo prisionero en el interior de una burbuja impermeable que lo aislaba de la sociedad y perdiendo paulatinamente la capacidad para comunicarse con aquellos seres humanos que no utilizaban un léxico en que las palabras éxito, triunfo, aclamación y el pronombre yo, en sustitución del inclusivo nosotros, eran determinantes.
Un mal día, de los miles de entradas puestas a la venta, solamente se vendieron la mitad.
Contempló el estadio desde el escenario, asaltado por un torbellino de furia contenida y una angustiosa sensación de incomprensión.
Los castigó. Decidió castigar a sus fieles.
Estaba furioso y estimó que se merecían una lección. Lo pagarían muy caro.
Terminó antes de tiempo y no quiso repetir canción alguna al terminar.
Tampoco quiso ir a celebrarlo.
Se encerró en su casa durante varios días consecutivos y, durante ese periodo, apenas probó bocado, alimentándose exclusivamente de whisky escocés y cigarrillos Marlboro. De vez en cuando se regalaba un chute de cocaína.
Tampoco encendió el televisor ni contestó a las llamadas de teléfono.
No se duchó, ni se cambió de ropa, ni escuchó música y ni siquiera se acordó, ni un solo momento, de su corte de admiradores.
En su mente bullía una idea fija y obsesiva; me han abandonado y me han traicionado, se repetía sin cesar en voz alta, mientras se mesaba los cabellos y levantaba, impotente, los brazos hacia el cielo.
Le daban las tres de la noche tumbado en su sillón y leyendo, una y otra vez, las mismas cinco páginas de un thriller de suspense que ponía el foco y la intriga, en la desaparición de un ídolo pop de los 70 en la ciudad de Tennessee (USA)
La cosa fue a peor. Siguió bebiendo y aumentó la dosis de coca que habitualmente se chutaba y, poco a poco, fué perdiendo el contacto con su grupo de fieles aduladores.
Un día, su manager, que era una de las pocas personas con las que seguía manteniendo contacto, le dijo que tenían que hablar seriamente de un asunto importante,
—Lo primero que te tengo que decir —comenzó explicándole el manager—es que tenemos que hacer algo. No podemos continuar así; debemos acudir a un profesional para que te analice y te de las pautas de actuación que correspondan a tu estado.
—¿Un profesional?, el profesional soy yo. Siempre he sido el número uno. —vociferó el artista
—No me refiero a esa clase de profesionales —le aclaró el manager— me estoy refiriendo a un psicólogo que te ayude para que puedas retornar a ser el líder que siempre has sido.
—¿Un qué? ¿Un psicólogo? ¿Crees que estoy loco? —respondió a gritos y con los ojos desorbitados el divo—lo que tenemos que hacer; mejor dicho, lo que tú tienes que hacer, es procurarme conciertos, darme lo que me merezco, colocarme en mi lugar.
—A propósito de eso — bramó el manager— hace seis meses que no me abonas la cuota fija. Ya me adeudas sesenta mil euros y eso no puede continuar así. ¡Yo necesito ganarme la vida, aunque tu decidas joderte la tuya!
No hubo nada que hacer. El divo se negó en redondo a programar una visita al psicólogo y el manager decidió que de alguna manera tenía que recobrar la abultada deuda que el divo tenía pendiente con él, en consecuencia, comenzó a pensar en urdir un plan de marketing extremo y desesperado.
Ya era demasiado tarde para arrimar a su representado a una causa ganadora, pero de alguna manera, debería de conseguir que se volviese a hablar de él, aunque los comentarios fuesen de signo negativo. ¡Tenía que colocar al divo en la palestra!
Se le ocurrieron varias estrategias:
Como vivía en Madrid, hacerlo socio del Barsa y pasarse el día comentando atrocidades del Real Madrid.
Defender a toda costa la posibilidad de circular y aparcar libremente por Madrid Central.
¿Y que tal si lo relacionaba con los negacionistas del cambio climático y lo convertida en un acérrimo defensor del CO2?
¡Pero tuvo suerte!
Durante el periodo que pasó analizando cual podía ser la mejor estrategia para sacar al divo de su ostracismo, surgió la oportunidad que tanto tiempo había estado esperado.
Un día leyó en la prensa la noticia de la aparición, en una ciudad china, de un virus extremadamente contagioso y peligroso.
¡Ojalá llegue pronto aquí! —´recapacitó el manager
Y llegó. El virus llegó a Madrid y se extendió con rapidez por toda España.
¡Ahora o nunca! —decidió el manager— o consigo cobrar la deuda ahora, o no lo lograré nunca jamás.
Preparó bien la entrevista y, decidido, se dirigió a la casa del divo, al que en el ínterin, se le había deteriorado sensiblemente la salud, tanto física como mental.
—Ahora tienes la ocasión de redimirte— Le dijo el manager mirándolo fijamente a los ojos—tengo un plan que logrará que, de nuevo, vuelvas a estar en lo más alto de la cima. Ya no llenarás los estadios, pero en cambio, podrás llenar bien tus bolsillos y todas las televisiones se pelearán por tenerte en sus platós. ¡Volverás a ser famoso! —le animó el manager, dándole una palmadita en la espalda.
—Yo quiero subir a lo más alto, quiero volver a llenar los estadios. —repitió el divo, dejando translucir una chispa de luz en su mirada.
—¡Olvidate! —le espetó sin misericordia el manager—Nadie pagaría un penique por verte actuar en directo, pero la televisión es diferente. He aprendido que en los platós, cuanta menos substancia cerebral exista, tanto mejor. En realidad, antes de firmar un contrato, suelen exigirte una prueba fehaciente de discapacidad intelectual.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —preguntó resignado el divo, sospechando que él cumplía holgadamente los requisitos que las televisiones exigían antes de firmar los contratos de trabajo.
—Es todo muy fácil. A partir de ahora, tendrás que posicionarte en contra de las medidas que las administraciones públicas pudieran emprender para tratar de detener la expansión del Covid-19. Tendrás que aprender a decir que el Covid, no existe.
—Pero, ¿Qué coño es el Covid? —preguntó desorientado el artista
—No importa; es un simple virus, —aclaró hastiado el manager
—¿Un virus? —se interesó el divo con una extraña mueca marcada en su cara emplastecida.
—Un virus es un simpático bichito que trabaja en manada y nos chupa la sangre —aclaró con una sonrisa burlona el manager.
—Nunca he oído esa palabra. — respondió pensativo el otro
—No te preocupes; tu únicamente tienes que recordar que, en latín, la palabra virus significa veneno. Con eso tienes suficiente información, por el momento.
Después de la conversación, el manager abandonó la casa satisfecho. Su representado ofrecía el perfil perfecto que requerían las circunstancias.
El artista comenzó su trabajo y tuvo éxito. En poco tiempo logró posicionarse como uno de los líderes más destacaos del panorama negacionista español.
Unos días después, el vivo pasó una mala noche y por la mañana acumulaba 38 grados de fiebre.
Llamó a un taxi y le ordenó que lo llevará al Hospital de la Paz.
Al llegar, le pagó los doce euros al taxista y, a continuación, se quedó mirando fijamente al conductor; y de pronto le soltó.
—¿No me ha reconocido?
—Lo siento, señor, pero no sé quién es usted.
La contestación hizo que la fiebre del divo aumentara medio grado más.
En urgencias le hicieron unas preguntas y lo dirigieron directamente al área Covid del hospital.
—Le tenemos que hacer una prueba— le aclaró amablemente una enfermera que tampoco lo reconoció— para recoger los resultados tendrá que esperar un buen rato. Siéntese, que le avisaremos.
Se hartó de esperar, pero al fin, observó que la enfermera que le había recibido, regresaba y se dirigía directamente a la silla que él ocupaba. Traía un papel en la mano y lucia una gran sonrisa.
—¡En hora buena!, es usted negativo —le dijo, entregándole el papel y dándole un codazo de complicidad.
—¡Le dió un vuelco el corazón! ¡No podía ser!, a él, últimamente, solo le ocurrían cosas negativas y esta era la más grave de todas ellas. ¡Estaba envenenado! Y la puta de la enfermera pareció que se alegraba por ello. Le había sonreído como una bruja mientras le comunicaba que era negativo. ¡Negativo!, ¡Me cago en sus muertos!
Unos días después, el manager se dirigía a la casa del artista mientras repasaba mentalmente todos sus benditos planes de promoción.
Todo había funcionado a pedir de boca. Hacia ahora dos días, le habían llamado de una cadena de televisión para comunicarle que contaban con su patrocinado para un programa muy especial.
Por fin podría recuperar la deuda y si las cosas salían como las había planeado podría, incluso, embolsarse más dinero del que nunca ganó con la promoción de los espectáculos en directo. Además, el divo estaba majareta y no resultaría difícil afanarle sus ganancias. Al fin y al cabo, ¿para que las quería? Sus necesidades vitales las cubrían con holgura las raciones de alcohol y las dosis de coca a las que se encomendaba cada día.
Llegó a la casa del divo pletórico de energía y sopesó su cartera portafolio, donde reposaba el primer gran contrato que el artista debería firmar.
—Firma aquí, — le diría— y el otro estamparía su firma, sin siquiera echarle una ojeada a la primera hoja del contrato.
Tenía un juego de llaves de la casa; abrió la puerta, atravesó raudo el hall de entrada, y entonces lo vió.
El divo yacía de medio lado recostado contra el respaldo del sillón. Aparecía como un muñeco de trapo desgarbado y en su cabeza se podía adivinar una parda y reseca mancha de sangre que había apelmazado su reseca cabellera.
Él, que había sido el creador de la alegría, era ahora el fiel representante de la ruina y la desolación.
Reposando junto al cadáver y exhibiendo su poder mortal y su impudicia, un revolver Smith and Weston, del calibre 38, reclamaba para si toda la atención y relegaba todo lo demás, incluido el cadáver del divo, a un mero decorado escenográfico, efímero y casual.
En una esquina del sillón, salpicado con unas finas gotas de sangre ya reseca, un sobre blanco mostraba en su portada, escrito a mano, un reclamo que anunciaba:
“Para el que primero me encuentre“
Dentro del sobre, la cuartilla que leyó el manager, decía así:
Antes de que el veneno me acabe matando, he decidido hacerlo yo por mis propios medios.
Estas son mis últimas voluntades.
Quiero un entierro multitudinario al que asistan todos mis fans y también las máximas autoridades de la nación, para que, de esa forma, se me brinde el debido homenaje y se me agradezcan todos los servicios prestados.
Es mi deseo que el funeral de estado sea transmitido en directo por todas las cadenas de televisión del país.
Mi manager será el encargado de organizar los solemnes actos que tendrán lugar con ocasión de mi fallecimiento.
No deseo ningún R.I.P
No pienso descansar un solo momento
EL manager, con el alma en vilo, colocó de nuevo la cuartilla en el sobre, y confundido, introdujo también el contrato que llevaba para firmar. Al fin y al cabo, le pertenecía al difunto. Después recogió con sumo cuidado todas sus cosas y salió de la casa volviendo a cerrar con llave la puerta de la entrada.
La policía le encontró dos días después.
Una llamada anónima había denunciado su desaparición.
—¡Hay que joderse! A estos famosos no hay quien los entienda —exponía extrañado el inspector Buenafuente, mostrándole a su compañero unos papeles que acababa de leer y que había encontrado en el interior de un sobre que se hallaba al lado del cadáver— resulta que el tipo este, tenía adjudicado un contrato de medio millón y un resultado negativo de Covid-19 y, para festejarlo, va el muy cabrón y se pega un tiro en la cabeza.
—¡Para morirse!, concluyó el inspector desalentado.
